Demasiadas carencias y sufrimientos tiene que haber en Colombia para que se dé una protesta de tan grandes proporciones, sin antecedentes en el país. Y algo debe hacerse, en especial con las condiciones de vida de los jóvenes, los principales actores de las extendidas, enormes y pacíficas movilizaciones. Hasta aquí es fácil concurrir. ¿Pero cómo ir más allá de estas coincidencias que por sí solas no producen soluciones? ¿Los cambios deben ser de fondo o gatopardistas, es decir, para que todo lo principal siga igual de mal pero que se apacigüen los ánimos, aunque siga el gran sufrimiento social y después vengan incluso mayores expresiones de inconformidad?
Para que los remedios sean en verdad los necesarios, lo primero es establecer las causas de los males. No hay peor médico que el que falla en el diagnóstico de la enfermedad, pues nunca atinará con su receta. Acertar en asuntos económicos, sociales y políticos es más complejo porque, a diferencia del galeno, que puede errar de buena fe, en estos aspectos hay quienes yerran a sabiendas, dado que contra el bien común conspiran poderosos intereses decididos a no modificar lo principal, incluso si les toca sostener a la brava el statu quo.
Es fácil coincidir en que un reclamo social tan grande se origina en dolorosas carencias en la calidad de vida de los colombianos: desempleo, informalidad, bajos ingresos, pobreza y miseria, fallas en salud y educación, altas tarifas de los servicios públicos y el transporte, viviendas indignas, escandalosa desigualdad social, amplia falta de oportunidades y gran corrupción económica y política, todas las cuales venían de atrás y las agravó la pandemia.
También debería poderse acordar que esas fallas no son una suma de situaciones inconexas sino que tienen en común el tipo de economía de mercado del país, tanto tan lejana en todos los órdenes a la de los países desarrollados que oí definirla como “feudo-capitalista”, dado su inmenso atraso, retardo conocido de vieja data y que demuestran todos los indicadores económicos y sociales, aunque también sea cierto que existen desarrollos modernos que hay que preservar y acrecentar. Es obvio que con el capitalismo subdesarrollado de los seis mil dólares por habitante de Colombia no se puede vivir como en los países con más de treinta mil dólares, diría Perogrullo.
No veo más de dos posibilidades sobre la causa principal de la mediocridad productiva nacional. Que los empresarios y los trabajadores, asalariados o por cuenta propia, son los culpables del insuficiente empleo y riqueza que se crea, como de forma solapada alega alguna absurda explicación neoliberal de base racista. O que ha fallado la orientación económica oficial proveniente del Consenso de Washington, tan errada que en la práctica les prohíbe trabajar a infinidad de colombianos, aunque se sabe que el trabajo es la base insustituible de todo progreso. Porque en el país hay suficientes desarrollos exitosos para demostrar las grandes calidades de los colombianos y porque hay cinco millones de compatriotas laborando en el exterior, adonde llegaron expulsados por la falta de oportunidades aquí, y allá han ganado la merecida fama de ser excelentes trabajadores y de crear riqueza en abundancia.
El primer acuerdo nacional debe darse entonces en torno a crear y desarrollar fuentes de empleo y riqueza, urbana y rural, con especial respaldo a las pymes. Tiene el atractivo político adicional de que en él pueden coincidir los intereses de asalariados, trabajadores por cuenta propia y empresarios. Así también se estimula disminuir la desigualdad social, la cual además corroe el desarrollo porque reduce la capacidad de venta del aparato económico. Debe haber además un severo acuerdo anticorrupción, pública y privada, que incluya defender los recursos públicos como si fueran propios y la austeridad en el gasto. Y hay que mejorar además el acceso y la calidad de la educación, soporte del progreso científico-técnico, el cual también requiere del respaldo del Estado, entre otras medidas.
En lo político, el paro confirma la necesidad de coincidir en que tanto quienes reclaman como el Estado actúen con criterios democráticos, sin destruir la economía, sin violar la ley y sin violencia. Y debe enfrentarse el “todo vale” tan común en la política nacional con el que justifican arrear a los electores a las urnas con todo tipo corruptelas, método abominable de lo más antidemocrático que pueda concebirse, porque permite gobernar contra la creación de fuentes de empleo y riqueza y aun así ganar y ganar las elecciones.