Por: César Augusto Marín Cárdenas.
“Familiares en primer grado murieron cuatro, pero recibo los cuerpos de tres: mis hermanos Guillermina y Dilon, y mi sobrina Sirley. De Fredy, como se iba a llamar el bebé que vivió menos de 24 horas, no recibo nada porque nació y murió en la parroquia; es imposible que haya restos óseos de él”.
La tristeza es de Luz Amparo Córdoba Cuesta, quien recuerda que el primero de mayo de 2002, muy temprano, sonaron algunos disparos. Cuando verificaron que la guerrilla y los paramilitares merodeaban cerca del pueblo, los habitantes de Bojayá se refugiaron en la iglesia, “porque era una de las pocas construcciones en cemento y por nuestras creencias: que esa era la casa de Dios y allí no iba a pasar nada”. Un día después, ocurrió la Masacre de Bojayá, o para ser más exactos, el exterminio de ese poblado que –un cilindro bomba lanzado por las Farc a la Iglesia de San Pablo Apóstol para eliminar a un grupo de paramilitares escondido en el casco urbano– lo transformó en 79 almas en pena.
Cien personas resultaron heridas con la explosión. Hasta el mismo padrecito Antún Ramos resultó con sangre en medio de la frente. En su fe las oraciones lo habrían salvado pues otra persona delante de él absorbió la onda explosiva. Ese 2 de mayo fue una debacle anunciada desde los últimos días de abril. Desde las entrañas de la selva se propagaba el rumor de la presencia de ambos grupos armados cerca de Bellavista, antigua cabecera municipal de Bojayá y lugar donde ocurrió la masacre.
En la tarde del 30 de abril, los paramilitares bogaron por el Atrato con Bellavista en la mente. Sus enemigos, los frentes 5, 34 y 57 de las Farc, casi en paralelo llegaron a Vigía del Fuerte, que no queda en el Chocó, sino en Antioquia, solo que, en la ribera de enfrente, a un corto vistazo de distancia. El 30 de abril, los paramilitares interceptaron las comunicaciones de la guerrilla.
Del “toma y dame” de ráfagas, al otro día falleció el comandante “Camilo” de los ‘paras’. La guerrilla llegó al barrio Pueblo Nuevo, en la parte norte de Bellavista. Desde Pueblo Nuevo la guerrilla disparaba hacia donde se encontraban los paramilitares que estaban al lado de la iglesia, donde se habían refugiado 400 personas creyendo que sería un lugar seguro. La tensión se apoderó del día.
Dicen que en la noche del primero de mayo hubo un mortal silencio, interrumpido en la mañana del 2 de mayo. Ese día, hacia las seis de la mañana, algunos de los que se habían refugiado en la iglesia, entre ellos el sacerdote Antún Ramos, pidieron a los paramilitares que se fueran del lugar porque los estaban utilizando como escudo humano, pero como la historia lo ha consignado en toda Colombia, los ruegos de la población a un grupo armado ilegal le entran por un oído y le salen por el otro.
Pasadas las 10 a. m., una de las cuatro pipetas que lanzó la guerrilla estalló dentro de la iglesia. Ni el Cristo se salvó. Varios heridos fueron llevados a la casa de las monjas agustinas, por sus conocimientos básicos de medicina. Otros fueron trasladados hacia Vigía del Fuerte en una procesión encabezada por el padre Antún.
A la fosa y sin rituales
El día después de la masacre, el padre Antún en compañía de otras personas regresaron a Bellavista con bolsas de basura, y antes de empacar los restos se dieron cuenta que Minelia, la loquita del pueblo, además de ayudar a unos sobrevivientes también había organizado los muertos como creía que eran los cuerpos, como una especie de rompecabezas fúnebre: la cabeza de un niño con el cuerpo de un adulto, un tronco con dos pies izquierdos, y así el resto de los miembros.
Los cuerpos de los fallecidos fueron arrojados a una fosa común, ante el temor a una epidemia y porque la guerrilla dio la orden de desaparecerlos. Meses después, los cuerpos fueron extraídos de allí por la Fiscalía, entregados a la Alcaldía municipal y enterrados nuevamente en el cementerio local y en algunos camposantos de municipios vecinos, aunque sin la certeza de quién era quién.
Para 2016, la comunidad pidió que se hicieran nuevamente las exhumaciones para identificar científicamente los cuerpos, labor que arrancó en mayo de 2017 y que concluye este 11 de noviembre con la llegada de los cuerpos identificados a Bojayá, para ser entregados a sus familiares, velados bajo sus rituales y enterrados en un panteón destinado expresamente a ello.
Fredy nació y murió en la parroquia
Luz Amparo no alcanzó a refugiarse en la iglesia. “Nosotros vivíamos todos en Bellavista Viejo, pero bastante distanciados. Yo vivía en la parte de arriba del pueblo y ellos (mis hermanos y mi sobrina), en la parte de abajo y, como el río estaba crecido, a los que estábamos arriba nos quedaba muy difícil llegar a la parroquia porque tocaba en canoa y, en ese momento de los combates, no la teníamos a mano. Mis hermanos y mi sobrina sí se refugiaron en la iglesia”.
Esa misma noche, su hermana Guillermina dio a luz en la iglesia a un bebé al que llamaría Fredy. A la mañana siguiente, cerca de las once, estalló la pipeta. Sus cuatro familiares murieron al instante. Dilon tenía 28 años, Guillermina disfrutaba los 23, Sirley había alcanzado los seis años, y Fredy no llegó a cumplir más de un día de vida. Luz Amparo define a Sirley como una niña muy alegre y educada: “Cuando ella hacía algo malo, y sabía que la iban a castigar, ella misma traía la correa para que la castigaran.
Mi mamá dice que Sirley hacía eso era porque su vida iba a ser muy corta, tal cual ocurrió”. Por otra parte. ‘Guille’, como le decían a Guillermina, era una luchadora, y Dilon “muy servicial, alegre y trabajador; le gustaba la agricultura, era una persona optimista con la vida, siempre miraba hacia el futuro”.
Wilmar, un niño brillante
Una situación similar a la de Luz Amparo padeció Elaine Perea Chalá, quien recibirá los cuerpos de su hermano Herlindo, de once años, y su hijo Wilmar, de cuatro. “Hice dos intentos junto a mi marido para llegar a la iglesia y no se pudo por el cruce de disparos entre la guerrilla y los paramilitares.
A la iglesia llegaron mis papás, tres hermanos y tres de mis hijos”, explica Elaine. “Wilmar era un niño muy brillante. Cuando le ordenaba hacer mandados no necesitaba llevar un papel con el listado porque tenía muy buena retentiva”, dice Elaine con emoción al recordarlo. Aquel dos de mayo, Wilmar se fue con sus tíos y otros familiares a resguardar a la parroquia. “Antes de irse a la iglesia, recuerdo que me dijo: ‘mami, dame enyucado y yo te digo los números del uno al diez y las vocales’.
En el momento de la explosión estaba dormido y así lo cogió la muerte”. Su hermano Herlindo, que murió desangrado por una teja que le amputó una pierna, era “un niño inteligente, inquieto, hiperactivo”, que estudiaba cuarto grado y profesaba su gusto por la cría de gallinas, la carpintería y la pesca. Otro de los hijos de Elaine, Johan, de dos años, sufrió heridas en la cabeza, de las que se recuperó después. Sus papás también lograron recuperarse de sus lesiones. “Mi papá murió años después, pero por cáncer”, explica.
Rituales aplazados
Luz Amparo, Elaine y los bojayaseños a los que se entregarán los cuerpos de sus seres queridos en pocos días, hoy se muestran satisfechos. “Estamos con mucha expectativa para la entrega de sus cuerpos y ya tranquilos porque sabemos que están científicamente identificados, y una vez nos los entreguen ya podemos ir a llevarles flores a la tumba de cada cual”, afirma Luz Amparo.
Elaine, por su parte, asegura haber recuperado la confianza, “porque están plenamente identificados y podremos darles un entierro digno y bajo nuestros rituales afro”. Los rituales que refiere son el guali, el chigualo y los alabaos. “El guali y el chigualo son una especie de versos recitados durante los velorios de los niños. También se le conoce como arrullo o canto de angelito, y es una tradición que tenemos aquí, africana, en la que no se llora, sino que se danza y se cantan arrullos”, ilustra Luz Marina Cañola, sabedora y coordinadora del grupo de ‘alabaoras’ del corregimiento de Pogue.
Los alabaos son cantos fúnebres y de alabanza que, por lo general, se realizan a capela y referencian el dolor y la esperanza, indica Cañola. La entrega de los cuerpos En total, se entregarán 99 cofres que se inhumarán debidamente en un mausoleo construido para 78 cuerpos plenamente identificados, una fosa llamada 75 que corresponde a los restos misceláneos que no pudieron ser asociados a los otros cuerpos identificados, un cuerpo no identificado de un menor cuya edad oscila entre cuatro y ocho años, nueve bebés que murieron en el vientre de sus madres y ocho víctimas que continúan desaparecidas; todo ello sin contar la entrega simbólica de dos cuerpos que no fueron hallados.
Las ceremonias tendrán lugar del 11 al 18 de este mes, cuando culminarán con un sepelio. Luz Amparo, Elaine y el resto de los familiares que recibirán los cuerpos de sus seres queridos podrán, más de diecisiete años después de la tragedia, empezar a cerrar sus duelos. Los cuerpos de ‘Guille’, Dilon, Sirley, Fredy, Wilmar, Herlindo y decenas de colombianos más volverán al Chocó, entre alabaos y el amor de los suyos, para descansar, por fin, en paz.
*El director de la Unidad para la atención y reparación integral a las Víctimas Ramon Rodríguez, acompaña el entierro final de las víctimas de la masacre de Bojayá