Primero. Es obvio que el desempleo produce pobreza, miseria y hambre, así como precarios o imposibles accesos a la educación, la salud, la recreación, el techo y los servicios públicos domiciliarios, todo lo cual, a su vez, retroalimenta y empeora esas mismas y dolorosas carencias, hasta el punto de mantener a sus víctimas presas de sus desdichas. Y aunque este drama social no justifica el delito, le sirve de caldo de cultivo a la delincuencia.
Segundo. Se menciona muy poco que el no poder trabajar también afecta negativamente a los que sí tenemos empleo, así lo haga indirectamente, en la medida en que se afecta a toda la sociedad. Para entenderlo, basta con observar que son bastante mejores las condiciones de vida generales de los países con bajas tasas de desempleo e informalidad y mayor productividad del trabajo, como lo confirma que las migraciones se dirigen hacia ellos y no al contrario.
Hoy por hoy, son poquísimos los norteamericanos y europeos que se trasladan a vivir a África y Centro y Sur América. Y la razón es obvia. Los escasos islotes de modernidad de estas sociedades son incapaces de atraer a los ciudadanos de los países donde lo moderno es corriente y no la excepción, como pasa en Colombia.
Si el ciento por ciento de toda riqueza y progreso de una sociedad proviene del trabajo –el progreso de los que tienen más y de los que tienen menos–, es obvio que de lo peor que le puede pasar a un país es ser incapaz de reducir el desempleo al mínimo, a la par que aumenta la productividad de sus trabajadores, es decir, la cantidad de riqueza que pueden crear por hora laborada, aumento que también depende de utilizar las más avanzadas tecnologías.
Estos avances también determinan la mayor riqueza que los Estados pueden recaudar –porque el recaudo de cualquier tributo depende de a qué monto de ingreso o utilidades se le impone–, recursos que a su vez respaldan el crecimiento de la producción y el empleo de la sociedad, dotándola de mejor infraestructura, educación, salud, ciencia, justicia, etc., todo lo cual apalanca la creación de empleos más productivos, capaces de crear más trabajo y más riqueza. El círculo virtuoso de los países capitalistas y no los feudocapitalistas, como Colombia.
Y Colombia está mal en todas en todas estas variables, porque –suelo repetirlo–, antes de la pandemia, tenía 12 millones de compatriotas que queriendo trabajar no podían hacerlo, eran informales el 60 por ciento de los empleos y se habían expulsado hacia otros países a cinco millones, cifra que los mismos con las mismas silencian como un serio problema de aquí, en tanto los denuncian en Venezuela. Hipocresía a la vista.
El subdesarrollo general de Colombia también demuestra el subdesarrollo de la economía empresarial, que no genera los empleos y la riqueza que podría generar, porque, exceptuando a unas pocas y mayores empresas, no cuenta con las condiciones para desarrollarse, entre las que se cuenta que la mediocridad del ingreso nacional le genera pocos compradores.
Que sirva este comentario como un llamado a la reflexión a quienes en Colombia piensan que porque a ellos les va bien –y en lo personal no me quejo–, entonces al país le va bien, falacia que se refuerza con otra: los desempleados y los pobres solo pueden responsabilizarse a sí mismos de sus dramas personales y familiares, a pesar de que los hechos demuestran que son víctimas de un modelo económico, social y político que mantiene a Colombia presa del subdesarrollo. Modelo de economía de mercado que hay que cambiar.